Saulo, que después de convertido se llamó Pablo
—esto es, "pequeño"—, nació en Tarso de Cilicia, tal vez en el mismo
año que Jesús, aunque no lo conoció mientras vivía el Señor. Sus padres, judíos
de la tribu de Benjamín (Rom. 11, 1; Filip. 3, 5), le educaron en la afición a
la Ley, entregándolo a uno de los más célebres doctores, Gamaliel, en cuya
escuela el fervoroso discípulo se compenetró de las doctrinas de los escribas y
fariseos, cuyos ideales defendió con sincera pasión mientras ignoraba el misterio
de Cristo. No contento con su formación en las disciplinas de la Ley, aprendió
también el oficio de tejedor, para ganarse la vida con sus propias manos. El
Libro de los "Hechos" relata cómo, durante sus viajes apostólicos,
trabajaba en eso "de día y de noche", según él mismo lo proclama
varias veces como ejemplo y constancia de que no era una carga para las
iglesias (véase Hech. 18, 3).
Las tradiciones humanas de su casa y su
escuela, y el celo farisaico por la Ley, hicieron de Pablo un apasionado
sectario, que se creía obligado a entregarse en persona a perseguir a los
discípulos de Jesús. No sólo presenció activamente la lapidación de San
Esteban, sino que, ardiendo de fanatismo, se encaminó a Damasco, para organizar
allí la persecución contra el nombre cristiano. Mas en el camino de Damasco lo
esperaba la gracia divina para convertirlo en el más fiel campeón y doctor de
esa gracia que de tal modo había obrado en él. Fue Jesús mismo, el Perseguido,
quien —mostrándole que era más fuerte que él— domó su celo desenfrenado y lo
transformó en un instrumento sin igual para la predicación del Evangelio y la
propagación del Reino de Dios como "Luz revelada a los gentiles."
Desde Damasco fue Pablo al desierto de Arabia
(Gál. 1, 17) a fin de prepararse, en la soledad, para esa misión apostólica.
Volvió a Damasco, y después de haber tomado contacto en Jerusalén con el
Príncipe de los Apóstoles, regresó a su patria hasta que su compañero Bernabé
le condujo a Antioquía, donde tuvo oportunidad para mostrar su fervor en la
causa de los gentiles y la doctrina de la Nueva Ley "del Espíritu de
vida" que trajo Jesucristo para librarnos de la esclavitud de la antigua
Ley. Hizo en adelante tres grandes viajes apostólicos, que su discípulo San
Lucas refiere en los "Hechos" y que sirvieron de base para la
conquista de todo un mundo.
Terminado el tercer viaje, fue preso y
conducido a Roma, donde sin duda recobró la libertad hacia el año 63, aunque
desde entonces los últimos cuatro años de su vida están en la penumbra. Según
parece, viajó a España (Rom. 15, 24 y 28) e hizo otro viaje a Oriente. Murió en
Roma, decapitado por los verdugos de Nerón, el año 67, en el mismo día del
martirio de San Pedro. Sus restos descansan en la basílica de San Pablo en
Roma.
Los escritos paulinos
Los escritos paulinos
Los escritos paulinos son exclusivamente
cartas, pero de tanto valor doctrinal y tanta profundidad sobrenatural como un
Evangelio. Las enseñanzas de las Epístolas a los Romanos, a los Corintios, a
los Efesios, y otras, constituyen, como dice San Juan Crisóstomo, una mina
inagotable de oro, a la cual hemos de acudir en todas las circunstancias de la
vida, debiendo frecuentarlas mucho hasta familiarizarnos con su lenguaje,
porque su lectura —como dice San Jerónimo— nos recuerda más bien el trueno que
el sonido de palabras.
San Pablo nos da a través de sus cartas un
inmenso conocimiento de Cristo. No un conocimiento sistemático, sino un
conocimiento espiritual que es lo que importa. Él es ante todo el Doctor de la
Gracia, el que trata los temas siempre actuales del pecado y la justificación,
del Cuerpo Místico, de la Ley y de la libertad, de la fe y de las obras, de la
carne y del espíritu, de la predestinación y de la reprobación, del Reino de
Cristo y su segunda Venida.
No hemos de olvidar, pues, que San Pablo fue
elegido por Dios para Apóstol de los gentiles (Hech. 13, 2 y 47; 26, 17 s.;
Rom. 1, 5), es decir, de nosotros, hijos de paganos, antes "separados de
la sociedad de Israel, extraños a las alianzas, sin esperanza en la promesa y
sin Dios en este mundo" (Ef. 2, 12), y que entramos en la salvación a
causa de la incredulidad de Israel (véase Rom. 11, 11 ss.; cf. Hech. 28, 23 ss.
y notas), siendo llamados al nuevo y gran misterio del Cuerpo Místico (Ef. 1,
22 s.; 3, 4-9; Col. 1, 26). De ahí que Pablo resulte también para nosotros, el
grande e infalible intérprete de las Escrituras antiguas, principalmente de los
Salmos y de los Profetas, citados por él a cada paso. Hay Salmos cuyo discutido
significado se fija gracias a las citas que San Pablo hace de ellos; por
ejemplo, el Salmo 44, del cual el apóstol nos enseña que es nada menos que el
elogio lírico de Cristo triunfante, hecho por boca del divino Padre (véase
Hebr. 1, 8 s.). Lo mismo puede decirse de S. 2, 7; 109, 4, etc.
La sucesión de las Epístolas paulinas en el canon,
no obedece al orden cronológico, sino más bien a la importancia y al prestigio
de sus destinatarios.
Tarso: Mapa y Ubicación Geográfica
Principal ciudad de Cilicia, fundada por los fenicios y situada en ambas márgenes del río Cidno, a 19 km del mar, sobre una importante ruta comercial que unía Siria con el occidente del Asia Menor.
Se la menciona en 1131 el Obelisco Negro de Salmanasar III (859-824 antes de Cristo). En el siglo VII antes de Cristo, llegó a ser la capital de un reino independiente, y más tarde la capital de una satrapía o provincia persa. Durante el período de los seléucidas perdió bastante de su carácter oriental porque muchos griegos se instalaron allí. En ese período se fundó la escuela de filosofía de Tarso, que en los días de Pablo sólo contaba como rivales a las de Atenas y Alejandría. Antíoco IV Epífanes embelleció muchísimo la ciudad, que temporariamente adoptó el nombre de *Antioquía sobre el Cidno*, pero, más tarde, recuperó su antiguo nombre. Pompeyo la anexó a Roma en el 64 antes de Cristo, y Antonio le concedió libertad e inmunidad. En el 22 antes de Cristo, llegó a ser la capital de la provincia romana de Cilicia. Augusto la elevó a la categoría de metrópolis.
El apóstol Pablo era proveniente de Tarso (Hch 9:11; 21:39; 22:3). A lo menos una vez después de su conversión, Pablo volvió a visitar Tarso, y es posible que haya hecho obra misionera allí (Hch 9:30; 11:25, Gál 1:21).
Biografia de Timoteo
(Listra, actual Turquía, ? - Éfeso, 96) Santo y mártir cristiano que,
según la tradición, ocupó la sede episcopal de Éfeso y fue el discípulo
predilecto de San Pablo, quien le dirigió dos epístolas.
Timoteo, hijo de padre pagano y madre judía, era el discípulo más querido de Pablo, socio en su segundo viaje apostólico y compañero durante el primer cautiverio en Roma. Después de ser puesto en libertad, Pablo le llevó al Asia Menor, donde le confió la dirección de la Iglesia de Efeso.
Esta primera carta, escrita probablemente hacia el año 65, quiere alentar al Obispo Timoteo en su lucha contra las falsas doctrinas y darle instrucciones referentes al culto y a las cualidades de los ministros de la Iglesia, por lo cual constituye una lección permanente de espíritu pastoral, dada por el mismo Espíritu Santo, junto con la segunda a Timoteo, que es un doloroso cuadro de la apostasía, y la de Tito, análoga a la presente y que contempla más el ordenamiento particular de cada Iglesia, que hoy llamaríamos diócesis.
Primera Carta a Timoteo
La elección de los ministros de las comunidades, así como sus deberes, ocupan un lugar importante en los capítulos 3 a 5.
La organización de la Iglesia se apoyaba entonces en dos tipos de ministerios. El primero, del cual Timoteo y Tito son los ejemplos, prolongaba la misión de los apóstoles y gozaba de la autoridad apostólica. Los otros estaban ligados a la comunidad que los había presentado para ejercer su cargo (véase He 6,1-6 y 1Tim 5,22). Ya sea que se llamaran epíscopos (supervisores), presbíteros (ancianos) o diáconos (encargados del servicio), esos ministros, que presidían las asambleas y la Eucaristía, seguían perteneciendo a su familia y a su comunidad.
La organización de la Iglesia se apoyaba entonces en dos tipos de ministerios. El primero, del cual Timoteo y Tito son los ejemplos, prolongaba la misión de los apóstoles y gozaba de la autoridad apostólica. Los otros estaban ligados a la comunidad que los había presentado para ejercer su cargo (véase He 6,1-6 y 1Tim 5,22). Ya sea que se llamaran epíscopos (supervisores), presbíteros (ancianos) o diáconos (encargados del servicio), esos ministros, que presidían las asambleas y la Eucaristía, seguían perteneciendo a su familia y a su comunidad.
Tenemos que hacer un esfuerzo para comprender esa complementariedad, habida cuenta de la evolución de la Iglesia latina que unificó en pocos siglos esos ministerios tan diferentes en el marco de un clero jerarquizado. Vemos aquí la primera forma de la organización de la Iglesia, la que tuvo derecho al sello de la inspiración divina. Véanse las notas de Heb 9,1.
La elección de los responsables de las Iglesias no es el único objetivo de esta carta. A lo largo de esas páginas se leerán orientaciones para la vida de las comunidades cristianas que deben aprender a perseverar; se insiste también en la fidelidad a la tradición de los apóstoles.
En el capítulo 2 se leen instrucciones para la asamblea cristiana, de las cuales algunas están muy ligadas a la sociedad de aquel tiempo. Habría por tanto que repensarlas si se quiere que sean Palabra de Dios para el día de hoy.
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